Llevo en el mundo de la educación casi 12 años y, desde entonces, he seguido aprendiendo: de los niños, de las familias, de mis compañeros...
Durante mis primeros años, primaron los sentimientos de inseguridad, miedo... debido a la falta de experiencia. Pero nunca he sentido el deseo de abandonar, porque realmente me encanta mi trabajo y, en definitiva, mi vocación; y porque el sentimiento de ser capaz o incapaz de progresar y la seguridad e inseguridad en uno mismo se trabaja día a día y se aprende desde el principio de nuestra vida.
Los educadores tenemos en ello un papel fundamental: tenemos que enseñar a los niños a adquirir poco a poco la seguridad que necesitan para afianzar su autoestima, para sentirse capaces de valerse por sí mismos y para disfrutar de la convivencia.
Pero no todo es un camino de rosas, ya que tenemos el deber de ejercer nuestra función de manera comprometida. Requiere esfuerzo, dedicación, estudio y perfeccionamiento permanente por nuestra parte. Por respeto no sólo a nosotros mismos como personas, sino por respeto a nuestros alumnos que nos demandan que les demos lo mejor de nosotros mismos. Nuestra labor nos exige que cada día seamos mejores profesionales en la educación.
Durante todo este tiempo, he reflexionado y reemplazado mi concepto de educar. Actualmente, para mí EDUCAR es un reto, una ilusión, una razón de vida, una forma de influir en y con la persona, en y con el mundo.
Cuando educamos, debemos enseñar a dudar y a ser críticos; debemos dejar que nuestros alumnos cometan sus propios errores. No olvidemos que los niños tienen un gran sentido de la verdad y la mentira, que valoran el cumplimiento de la palabra y la mentira.